Miguel Delibes escribe en La naturaleza amenazada que “la idea de Dios, y aun toda aspiración espiritual, es borrada en las nuevas generaciones (seguramente porque la aceptación de estos principios no enalteció a las precedentes) mientras los estudios de humanidades sufren cada día, en todas partes, una nueva humillación. Es un hecho que las facultades de letras sobreviven en los países más adelantados con las migajas de un presupuesto que absorben casi íntegramente las facultades y escuelas técnicas. En este país se habla ahora de suprimir la literatura en los estudios básicos, olvidando que un pueblo sin literatura es un pueblo mudo, porque, al distraer unas horas al alumnado, distancia la consecución de unas cimas científicas que, conforme a los juicios de valor vigentes, resultan más rentables. Los carriles del progreso se montan, pues, sobre la idea del provecho, o lo que es lo mismo, del bienestar.”
“El dinero se erige en símbolo e ídolo de una civilización. El dinero se antepone a todo; llegado el caso, incluso al hombre. Con dinero se montan grandes factorías que producen cosas y con dinero se adquieren las cosas que producen esas grandes factorías. El hecho de que esas cosas sean necesarias o superfluas es accesorio. El juego consiste en producir y consumir, de tal modo que en la moderna civilización no sólo se considera honesto sino inteligente gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve en persuadirnos de que nos son necesarios. Ante la oportunidad de multiplicar el dinero, los valores que algunos seres aún respetamos son sacrificados sin vacilación. Entre la supervivencia de un bosque o una laguna y la erección de una industria poderosa, el hombre contemporáneo no se plantea problemas, optará por la segunda. Encarados a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días. Esta tendencia arrolladora del progreso se manifiesta en todos los terrenos. Yo recuerdo que allá por los años cincuenta, un ridículo concepto de la moral llevó a este país a la proscripción de las playas mixtas y la imposición del albornoz en los baños públicos para preservar a los españoles del pecado. Se trataba de una moral pazguata y atormentada, de acuerdo, pero era la moral que oficialmente prevalecía. Fue suficiente, empero, el descubrimiento de que el desnudismo aportaba divisas para que se diera paso franco a la promiscuidad soleada y al bikini. El dinero triunfaba también sobre la moral.”
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