lunes, 11 de marzo de 2024

El nacionalismo vasco fue una consecuencia de la disolución del imperio

Nunca se perdió una patria gallega, catalana o vasca, sino un imperio (el español) del que habían sido fieles soportes los gallegos, catalanes, asturianos, aragoneses, castellanos, andaluces, extremeños y, no faltaba más, los vascos. Nada tiene de extraño, en tal sentido, que fuera precisamente la crisis de la última década del XIX, con la guerra de Cuba y Filipinas, el contexto en el que emergieron los nacionalismos periféricos, estrictamente contemporáneos de los regeneracionismos y del nacionalismo español de la generación del 98. Porque el nacionalismo vasco no fue en su origen (o lo fue solamente en sus aspectos más superficiales) una reacción a la industrialización del país y a la consiguiente crisis de la sociedad tradicional, como se ha dicho repetidamente, sino una consecuencia directa de la disolución del imperio. En ese contexto (el de los años inmediatamente anteriores y posteriores al Desastre) comienza la elaboración delirante del mito nacionalista de una primitiva patria vasca que habría perecido bajo la opresión de la España Imperial. Sabino Arana Goiri, antiguo tradicionalista que guardaba el rencor de una derrota bélica y de una ruina familiar derivada de aquella, fue el primer vasco en soñar el sueño melancólico de la resurrección de Euskadi (fue, de hecho, el inventor de Euskadi y de su muerte) y acaso también el primero en intuir confusamente que sólo habiendo perdido una patria que nunca existió le sería posible curarse de sus humillaciones reales. Perder para ganar, estrategia revanchista de los que han sido heridos no en la patria, sino en el patrimonio, escribe Jon Juaristi Linacero, catedrático de Filología Española en la Universidad del País Vasco; asimismo, ha impartido docencia en la Universidad de Nueva York, la Universidad de Valencia y la Universidad de Alcalá. 

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