Si el hombre cuando vive y para vivir tiene que manejar las cosas, tiene que comer los frutos, protegerse de la lluvia y, en fin, hacer una porción de cosas; si el hombre, cuando se ocupa y preocupa de las cosas, no tuviese el arranque de afirmar que esas cosas no son la nada, sino algo, el hombre no podría vivir. Justamente el vivir y ocuparse el hombre con las cosas arranca de que él a sí mismo en el fondo de su alma se dice: algo es esto, ¿qué es esto? y se pone en busca del ser. Cuando tropieza con alguna dificultad, cuando encuentra los límites de su acción, cuando ve que su acción no puede llegar a un término completo, sino que hay obstáculos para ella, entonces el hombre siente la angustia y ve ante sí el espectro de la nada; y reacciona contra esa angustia y contra ese espectro de la nada, suponiendo que las cosas son y buscándoles el ser por los medios científicos que tenga a su mano, con el pensamiento, con los aparatos en el laboratorio, etc. Pero ese ser (el ser de las cosas reales, de los objetos ideales, el ser de los valores) todo ese ser que está “en” mi vida, está en mi vida como negación de la nada; surge en mi vida porque la vida no quiere la nada; porque la vida quiere ser, y querer ser es querer no ser la nada. Llegamos aquí a una transformación profunda en el sentido que puede darse a un adagio metafísico cristiano, que es aquel de que “ex nihilo omne ens qua ens fit” (de la nada es de donde nace todo ente en cuanto ente). El ser no sería plenamente existencia, si no estuviese por decirlo así flotando sobre el inmenso abismo de la nada. Porque justamente para salvarse del abismo de la nada, para afirmarse como ser para seguir siendo, para existir como ente, es por lo que el hombre hace todas esas cosas de pensar el ser de las cosas, de discurrir la ciencia, la alimentación, el vestido, la civilización, todo eso, escribe Manuel García Llorente.
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