El culto a la espada tiene diversas procedencias. Lo alentaba el budismo zen, que hacía hincapié en “dos ideales supremos, la fidelidad y la indiferencia a las privaciones físicas”, y se reforzó por efecto de la cultura de la clase guerrera, “una cultura que concedía meticulosa atención a lo formal, lo ceremonioso y lo elegante expresado en la vida y el arte”. El manejo japonés de la espada, igual que el del maestro de esgrima europeo, era un arte, una habilidad regida por reglas de porte y gesto que ejemplificaban la preocupación de los japoneses por el estilo en todos los aspectos de la existencia. Formaba parte de la creencia japonesa en la importancia de la unidad entre la naturaleza y las fuerzas naturales, ya que el esfuerzo muscular es natural, al contrario de la energía química de la pólvora. Respondía, sin lugar a dudas, al respeto japonés a la tradición, ya que no solo el manejo de la espada era tradicional, sino que las mejores espadas solían ser reliquias de familia con nombre propio, que pasaban de generación en generación como el apellido, el cual, en realidad, era una distinción reservada a los dueños de la espada. Estas espadas constituyen actualmente preciados objetos de coleccionista, pero son mucho más que bellas antigüedades; las espadas de samurái de primera calidad son las armas blancas mejores del mundo. He aquí el comentario de un historiador de la campaña contra la pólvora: Existe en Japón una película en la que se ve cómo una espada forjada por un famoso armero del siglo XV, Kanemoto II, corta el tambor de una ametralladora por la mitad. Si parece imposible, no hay que olvidar que los forjadores como Kanemoto martilleaban, doblaban y volvían a martillear un día y otro hasta que la hoja de la espada estaba formada por unos cuatro millones de capas de acero finamente forjado.
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