Ryszard Kapuściński escribe en Ebano: “¿Contra quién van todos esos ejércitos, destacamentos y frentes, esas hordas, cohortes y mesnadas tan numerosas y que llevan tantos años luchando? A veces, unos contra otros, pero las más, en contra de su propio pueblo, es decir, contra los indefensos, lo que tiene una definición particular: las mujeres y los niños. ¿Y por qué precisamente contra las mujeres y los niños? ¿Acaso guía a estos hombres alguna especie de antifeminismo zoológico? Por supuesto que no. Atacan y expolian a los colectivos de mujeres con niños porque a ellos va dirigida la ayuda internacional, son ellos los destinatarios de los sacos de harina y de arroz, de las cajas de tostadas y leche en polvo, cosas que en Europa no despertarían el interés de nadie pero que aquí, entre los grados seis y doce de latitud, son más preciadas que nada. De todos modos, estos tesoros no siempre hay que arrebatárselos a las mujeres. Cuando un avión trae comida, basta, sencillamente, con rodearlo, descargar los sacos y las cajas y llevárselo todo, a pie o en coche, al destacamento propio. El régimen de Jartum lleva años utilizando el arma del hambre para aniquilar la población del Sur. Hace hoy con los dinka y con los nueros lo que Stalin hizo con los ucranianos en 1932, condenarlos a la muerte por hambre. La gente pasa hambre no porque en el mundo falte comida. La hay, y mucha, de sobra. Pero entre los que quieren comer y los almacenes llenos se levanta un obstáculo muy alto, el juego político. Jartum limita el número de vuelos con ayuda para las víctimas de las hambrunas. Muchos de los aviones que, a pesar de todo, llegan a su destino son saqueados por jefecillos locales. Quien tiene armas, tiene comida. Quien tiene comida, tiene poder. Nos movemos entre personas que no piensan en la esencia y la trascendencia ni en el sentido y la naturaleza del ser. Estamos en un mundo en que el hombre, arrastrándose y escarbando en el barro, intenta encontrar en él cuatro granos de cereal que le permitan vivir hasta el día siguiente”.
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