Se da el caso en España de la existencia de partidos políticos, con asiento parlamentario, en cuyos programas figura el no reconocimiento de la soberanía nacional española; partidos representativos de la soberanía nacional española (según aparece en el artículo 6 de la Constitución) pero que, sin embargo, no reconocen la legitimidad, a veces ni siquiera la existencia, de dicha soberanía nacional. Este fenómeno sui generis, anómalo, poco común, realmente extraño, raro, solo es explicable cuando al nombre de España lo acompaña esa sombra negrolegendaria, esa especie de reverso tenebroso permanentemente acusatorio que hace que, incluso grupos políticos que buscan su ruina y destrucción, sean acogidos y financiados desde las instituciones representativas del poder político español. Pareciera como si el mismo entramado institucional representativo de la soberanía nacional española se venciera sobre el propio peso de la mala reputación negrolegendaria, a cuya sombra operan grupos, facciones, que, cual larvas neumónidas, se alimentan de la energía nacional pero para agotarla, buscando, explícita y formalmente, la fragmentación de la nación, y, por tanto, su ruina. Ya decía Spinoza que si el Estado no se viera obligado a observar las leyes o reglas, sin las cuales un Estado no es ya un Estado, no sería necesario considerarlo como una realidad natural, sino como una quimera. El Estado comete, pues, falta, cuando cumple o tolera actos susceptibles de arrastrarlo a su propia ruina.

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