Impera en el mundo el pensamiento de que para emanciparnos y ser verdaderos debemos sucumbir a los deseos de nuestras pasiones. No valen las normas establecidas, y la rebeldía contra lo establecido es la única garantía de libertad. Vivimos enfadados con las normas y parece que solo es libre aquel que se atreve a romperlas. “Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo”, decía Goethe. Nos cuesta mucho comprender que cuanto más dependa nuestra sensación de libertad de las circunstancias externas, más evidente es que todavía no somos verdaderamente libres. Si queremos ser felices necesitaremos ordenar nuestra inteligencia y voluntad por encima de las demás pasiones y comprender las verdades establecidas en nuestro corazón. Decía el papa Juan Pablo II que “solo la libertad que se somete a la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona humana consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad”.
La libertad tiene que ver con el bien y por tanto con el compromiso con ese bien. Elegir el bien para luego permanecer en él. Y el bien tiene que ver con la realidad, con las normas de juego que tenemos en nuestro corazón o que nos han sido reveladas y que nuestra inteligencia o razón puede acoger como buenas. Lo cierto es que un mundo donde nos venden que el más libre es el que hace lo que le da la gana puede llevarnos a acabar siendo esclavos de la “gana”, que es la peor de las dictaduras. Porque cuando la “gana” manda, no se puede hacer nada más que lo que ella quiere. Si nuestras emociones, sentimientos, pasiones e instintos dominan nuestra inteligencia y voluntad, estaremos siendo esclavos de nosotros mismos. La persona que no se forma en una voluntad firme y decidida suele ser prisionera de sus deseos y antojos, escribe Carla Restoy. Como decía Chesterton en El hombre Eterno: “Las cosas muertas pueden ser arrastradas por la corriente, sólo algo vivo puede ir contracorriente”.
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