Escribe Selma Lagerlöf: Cada tarde, a las seis en punto, cesaba el trabajo dentro y fuera de las casas, que los hombres se descubrían la cabeza, las mujeres hacían una genuflexión y todos permanecían inmóviles el tiempo necesario para rezarle una oración al Señor. Aquellos que habían sido vecinos de la parroquia se veían obligados a reconocer que nunca Dios les había parecido más poderoso y más alabado que allí, cuando en las tardes de verano las guadañas se paraban de golpe y las rejas se detenían en medio de un surco y las carretas de cereales quedaban a medio descargar al primero de aquellos toques de campana. Era como si la gente supiese que a esa hora nuestro Señor, inmenso, todopoderoso y benigno, planeaba por la comarca con las nubes del crepúsculo para derramar bendiciones sobre la región entera.
—El maestro ha dicho que no hay que creer en esas cosas. —El maestro no puede prohibirle a nadie que vea lo que ve ni que crea en lo que cree.
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