Sartre aportó credibilidad intelectual a voces como la de Pierre Daix, director de Les Lettres Françaises, que escribió que “los campos de reeducación de la Unión Soviética son el logro de la completa eliminación de la explotación del hombre por el hombre”. O la del líder del Partido Comunista Francés, Maurice Thorez, que pronunció un discurso público en febrero de 1949 en el que afirmó que si el ejército soviético, “en defensa de la causa de la libertad y del socialismo, llegara a nuestro país para perseguir a los agresores, ¿podrían tener los trabajadores y el pueblo de Francia otra actitud hacia el ejército soviético que la que han tenido los pueblos de Polonia, Rumanía y Yugoslavia?”. Manejado por hombres como éstos, el engranaje de la justificación convertía lo negro en blanco y, si era necesario, otra vez en negro, dependiendo de las veleidades ideológicas de Moscú.Las célebres palabras de Jean-Paul Sartre dieron justificación existencial a los puños de torturadores como Belov y aportaron consuelo moral a ideólogos atentos y tiranos embrionarios como el estudiante camboyano llamado Saloth Sar, que ingresó en el Partido Comunista Francés en París a principios de los años cincuenta y llegó a ser conocido por el mundo como “el Hermano Número Uno” o Pol Pot. Es imposible que Sartre pudiera alegar ignorancia. No tenía más que entrar en cualquier biblioteca y sacar de la estantería la crónica de André Gide sobre su visita a la Unión Soviética en 1936, cuya publicación había causado sensación en Francia: “La más mínima protesta, la más mínima crítica, se penaliza con los castigos más severos, y de hecho es suprimida al instante. Dudo que haya otro país en el mundo, incluida la Alemania de Hitler, donde el pensamiento sea menos libre, más reprimido, más temeroso, más sometido”. Gide era comunista cuando llegó a Rusia.
A principios de los años cincuenta, el culto a la personalidad había cobrado un fervor y un fanatismo como sólo se ven en las primeras etapas de los movimientos religiosos de masas. Stalin,el exseminarista, había construido una religión socialista con él mismo en el centro; un dios que exigía fe sin razonamiento, obediencia sin un instante de vacilación. Que cientos de millones de personas (las poblaciones enteras de la Unión Soviética, China y las naciones satélite de Europa del Este) pudieran tener sus vidas controladas por un solo hombre, que había usurpado todo el poder de una revolución mundial, era demasiado difícil de asimilar por los ciudadanos corrientes. Mucho mejor y mucho más seguro, pues, era creer. Pero su adulación colectiva no hizo más que magnificar y reinfectar la megalomanía de Stalin.
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