Tocqueville, autor inquieto al acecho del porvenir, analiza el nexo secreto que une el individualismo moderno y el crecimiento ilimitado del Estado administrativo, pero no prevé el fascismo, y menos aún en su forma nazi. Nietzsche, vocero de la muerte de Dios, profeta de la miseria moral e intelectual del hombre democrático, no imagina los regímenes totalitarios del siglo que lo sigue tan de cerca… y menos aún que él mismo les servirá a veces de sustento. Es en el siglo XIX cuando la historia remplaza a Dios en la omnipotencia sobre el destino de los hombres, pero solo en el XX se verán las locuras políticas nacidas de esta sustitución.
El hombre de las masas no es, o no lo es forzosamente, un ser iletrado y sin educación. La Italia del norte, la primera que fue vulnerable a la propaganda mussoliniana, es la zona ilustrada del país. La Alemania en donde la elocuencia de Hitler obtiene sus primeros triunfos es la nación más culta de Europa. Así, el fascismo no tiene su cuna en sociedades arcaicas, sino en las modernas, en las que el marco político y social tradicional ha perdido súbitamente mucha de su legitimidad. La posguerra las ha dejado en esa situación de atomización igualitaria en que Hannah Arendt vio una de las explicaciones de la victoria de Hitler. La educación o el enriquecimiento no necesariamente producen comportamientos políticos más racionales. Incluido en la agenda de la democracia, el ingreso de las masas a la política moderna no se efectúa en la Europa de posguerra mediante la integración a los partidos democráticos, sino bajo la forma de la novedad revolucionaria.
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