Las acciones políticamente inmorales pueden proceder de la corrupción personal. Pero en otras muchas ocasiones son consecuencia de la incompetencia, de seguir una ideología falsa o de una doctrina económica equivocada, aun con la mejor intención.
Si la vida lograda y feliz de los ciudadanos fuese también el fin de las instituciones políticas, surgirían posibilidades nefastas. El Estado podría considerar obligatorio lo que entendiera como bueno; y si entre los ciudadanos hubiera distintas concepciones de lo bueno, el Estado podría determinar cuál de ellas es la obligatoria. La coacción política nunca debe invadir la conciencia. Solo debe ser prohibido por el Estado el comportamiento que incide negativamente de modo notable sobre el bien común. Pero el Estado ha de argumentar convincentemente que un determinado modo de obrar debe prohibirse. Un Estado “éticamente neutro” es imposible, como lo demuestra que los ordenamientos jurídicos de los estados civilizados prohiban el homicidio, el fraude, la discriminación por motivo de raza, sexo o religión, etc.
La política planifica y emplea la coacción. Su ámbito propio es la seguridad, el orden público, la administración de justicia, la defensa del territorio nacional, y la tutela de los derechos fundamentales de la persona. Estos elementos componen el bien común político. Los procesos sociales se caracterizan por ser espontáneos y anteriores al Estado. Piénsese en el lenguaje, en el intercambio de bienes y en cómo nació el dinero. Es muy importante conocer y respetar la diferencia entre procesos políticos y procesos sociales.
“Nos guste o no, en la vida de los hombres no hay por naturaleza ni seguridad completa ni igualdad absoluta. Cuando se quieren obtener obstinadamente, se acaba renunciando a la libertad y, si eso se lleva a cabo a nivel estatal, se recurrirá, de un modo u otro, a la violencia”.
Referencia: Ángel Rodríguez Luño: Introducción a la ética política.
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