El filósofo Zygmunt Bauman en su libro Vidas desperdiciadas escribe:En esta clase de cultura, y en las estrategias políticas y vitales que valora y promueve, no queda mucho espacio para los ideales. Menos espacio queda aún para los ideales que provocan un esfuerzo a largo plazo, continuo y sostenido, de pasitos que llevan con ilusión hacia resultados ciertamente remotos. Y no queda espacio en absoluto para un ideal de perfección, que extrae todo su atractivo de la promesa del final de la elección, el cambio y la mejora. Para ser más precisos, semejante ideal puede seguir rondando sobre el mundo de la vida de un hombre o una mujer modernos y líquidos; ahora bien, sólo como un sueño, un sueño que ya no se espera que se haga realidad y que, cuando apunta a lo concreto, rara vez se desea que se haga realidad. Un sueño nocturno que casi se disipa a la luz del día. Este es el motivo de que a la belleza, en su significado ortodoxo de ideal por el que luchar y morir, parecen haberle llegado malos tiempos. En lo que George Steiner llamaba “cultura de casino”, todo producto cultural se calcula para el máximo impacto (es decir, para eliminar, desechar y terminar con los productos culturales de ayer) y la obsolescencia instantánea (esto es, para acortar la distancia entre la novedad y el cubo de la basura, recelando de su abuso de la hospitalidad y apresurándose a dejar el campo despejado, con el fin de que nada pueda suponer un obstáculo para los productos culturales de mañana). Los artistas, que una vez identificaron el valor de su obra con la duración eterna y que, en consecuencia, lucharon por una perfección que pondría fin al cambio y, por tanto, garantizaría la eternidad, destacan ahora por instalaciones que serán desmanteladas cuando cierre la exposición, por happenings que terminarán en el momento en que los actores decidan dar media vuelta, por recubrir puentes hasta que se restablezca la circulación, y edificios inacabados hasta que se reanuden las obras, y por “esculturas espaciales”, que invitan a la naturaleza a hacer estragos y ofrecen otra prueba, si es que era precisa otra prueba, de la grotesca brevedad de todas las obras humanas y del efímero carácter de sus rastros. De nadie se espera que recuerde hoy las habladurías de ayer, y menos aún se le anima a que lo haga, si bien de nadie se espera que evite las habladurías de hoy en día, y mucho menos se le permite que lo haga. Para ser admitido en la cultura de casino de la líquida era moderna, uno necesita ser omnívoro y nada quisquilloso, abstenerse de definir el gusto propio de modo demasiado estricto y de aferrarse a cualquier gusto durante mucho tiempo, estar dispuesto a probar y a disfrutar todo cuanto hoy se ofrece, y ser cualquier cosa menos consistente y estable en las preferencias propias. El rechazo de lo nuevo es de mal gusto y quien rechaza los riesgos se arriesga al rechazo. Pero igualmente incorrecta y peligrosa es la lealtad a lo viejo. Y el envejecimiento de lo nuevo, que una vez supusiera un largo proceso, lleva cada vez menos tiempo. Lo nuevo tiende a convertirse en lo viejo, a evitarse y superarse al instante. De manera imperceptible, el significado de belleza experimenta un cambio fatídico. En los usos actuales de la palabra, los filósofos apenas reconocerían los conceptos que construyeron con tanta seriedad y laboriosidad a lo largo de los siglos. Más que ninguna otra cosa, omitirán el vínculo entre belleza y eternidad, entre valor estético y durabilidad.
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