Filósofo meditando de Rembrandt |
Los metafísicos de la publicidad también han hecho suya la idea de que el fin último de la existencia es vivir feliz y cómodamente. Con ello se quiere significar el estado de autocomplacencia en el que quedamos tras haber satisfecho nuestros apetitos corporales. La publicidad acoge con regocijo esta idea, que la socialdemocracia aplaude y cuya aceptación es tan general que hoy se ha vuelto casi del todo imposible, salvo desde el púlpito de la religión, enseñar que la vida significa disciplina y sacrificio. En el mundo que nos pintan las agencias de prensa, esa idea está representada por el puesto de trabajo, la vida doméstica, algún interés en actividades inocuas como el béisbol o la pesca y el rechazo tajante de las abstracciones. En otras palabras, es la versión filistea del hombre en busca de la felicidad. Incluso la doctrina de la bendición por el trabajo, elaborada por Carlyle, tiene acentos demasiado enérgicos para el gusto del hombre de hoy. Y puesto que el periodista-filósofo valora los variopintos objetos y acontecimientos que pueblan el mundo por el atractivo que puedan ejercer sobre el mayor número de individuos, no es razonable suponer que vayan a ensalzar la vía dolorosa de la espiritualización. Nunca estará de más, respecto de esta categoría profesional, recordar una y otra vez que los operadores de la gran linterna mágica tienen especial interés en mantener a la gente lo más alejada posible de las realidades más profundas. El filósofo, cosa harto notoria, es un pésimo consumidor, pero además ejerce una influencia perturbadora en sociedades poco afectas a la justicia. Que existan otras realidades más allá de las que constata en su rutina cotidiana es algo que el hombre de a pie ocasionalmente llega a sospechar, pero revelárselas en un apocalíptico arrebato de sinceridad podría hacer vacilar los cimientos de la civilización materialista, escribe Richard Weaver.
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