El historiador Antonio Dominguez Ortiz escribe que quizás sorprenda que ya en pleno siglo XVI conservara rasgos tan típicamente medievales como la propuesta de Carlos I a Francisco I de dirimir sus diferencias mediante un combate personal. Pero había también en él rasgos muy modernos, como su aguda percepción del tiempo, su pasión por los relojes y otras obras de artificio. Murió Carlos I en Yuste rodeado de atlas, brújulas y relojes. Esa ambivalencia en cuanto a la cronología la hallamos también en cuanto al espacio. Viajó incesantemente, y aunque esos viajes eran motivados, cuesta creer que los hubiera verificado si no hubiese extraído placer de ellos. Extrovertido y sensual, gustaba del contacto humano hasta que una evolución regresiva lo convirtió en sus últimos años en un hombre misántropo y malhumorado. Tuvo serios problemas familiares, sobre todo con su hermano Fernando, criado en España y que hubiera podido disputarle el dominio de Castilla si no hubiera sido expedido rápidamente a Alemania. La intensidad de su sentimiento dinástico, familiares, es otro rasgo que apunta hacia el Medioevo, aunque es verdad que en la Edad Moderna los reyes, a pesar del crecimiento del Estado impersonal que acabaría por suplantarlos, eran también muy sensibles a los motivos familiares. Un siglo más tarde, Felipe IV todavía consideraba el conjunto de sus Estados como una especie de mayorazgo que había recibido y debía transmitir íntegro a sus descendientes. Don Carlos sólo dominó con perfección dos idiomas, el francés nativo de Borgoña (“nuestra patria”, como decía a su hijo Felipe en el testamento político de 1548) y el español que aprendió más tarde y llegó a usar con preferencia. Del alemán y del italiano sólo tuvo un conocimiento imperfecto. Lo mismo le ocurría con el latín, y esto en aquella época era grave, no sólo dificultaba su comunicación con embajadores y otros personajes, sino que revelaba una laguna en su formación y una falta de interés por la alta cultura. Don Carlos estuvo lejos de ser una persona tan culta como su hijo; las referencias que se suelen hacer al erasmismo de Carlos V más bien hay que referirlas a personas de su entorno, en el fondo no había muchos puntos de contacto entre el Emperador y el gran humanista, cuya mayor preocupación era la paz entre los príncipes cristianos; Carlos V no buscaba la guerra, pero tampoco la rehuía, y Tiziano, pintándolo lanza en ristre, no falseó su imagen. Tenía un enemigo nato, el Islam, concretamente el Turco, entonces en su apogeo; por tierra amenazaba al Imperio, por mar a sus dominios de Italia y España. No se llegó a la confrontación terrestre porque, a la vista del ejército que reunió el Emperador, los turcos levantaron el sitio de Viena y don Carlos se contentó con este gesto; no trató de explotarlo y borrar las consecuencias del desastre de Mohacs que pocos años antes, en 1526, puso en poder de los otomanos la llanura húngara, incluida Budapest. Las hostilidades en el Mediterráneo tuvieron también carácter defensivo, eran muy grandes las quejas de sus vasallos por la inseguridad no sólo de las comunicaciones marítimas, sino de las riberas mediterráneas. La conquista de Túnez alivió sólo parcialmente esta situación, y cuando Carlos V quiso ampliar esta ventaja con la conquista del gran centro pirático de Argel experimentó una derrota que quedó inulta. El ideal de la cruzada era ya cosa del pasado. Esta actitud de tibia defensiva ante el Islam se explica porque desde el principio de su reinado se dibujó Francia como el más temible adversario.
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