Zygmunt Bauman escribe que “todas esas personas que lucen con orgullo las últimas novedades no pueden estar simultáneamente equivocadas… De forma mágica, lo masivo de la elección ennoblece su objeto. Dicho objeto debe ser bello; de lo contrario no lo habrían elegido tantos electores. La belleza está en las elevadas cifras de ventas, en los récords de taquilla, en los discos de platino, en los índices de audiencia astronómicos. (En cierta ocasión, Andy Warhol hacía la siguiente reflexión: imaginemos un fajo de billetes colgados de una cuerda;160.000 dólares… qué hermoso cuadro). Quizá la belleza resida también en algún otro lugar, tal como se obstinan en sostener ciertos filósofos; pero ¿cómo llegaríamos a saberlo? ¿Y quién aprobaría nuestros hallazgos, si los buscamos en lugares extraños de quoi on ne parle plus? Ni siquiera pueden ignorar las nuevas reglas del juego de la belleza los Grandes Maestros de la pintura clásica, cuya reputación cabría considerar a prueba de choques, merced a su venerable edad y al número de pruebas que han superado triunfantes a lo largo de los siglos. Hoy es a Vermeer, mañana a Matisse y pasado mañana a Picasso a quienes “debes ver y que te vean viéndolos”, dependiendo de la última exposición anunciada con bombo y platillo y “de la que hablan todos los que son alguien”. Como en todos los demás casos, la belleza no es una cualidad de sus lienzos, sino la cualidad del evento. En nuestra líquida sociedad moderna, la belleza ha corrido la misma suerte que todos los demás ideales que solían motivar la inquietud y la rebelión humanas. La búsqueda de la armonía definitiva y la duración eterna se ha reinterpretado simplemente como una preocupación poco atinada. Los valores son valores en tanto en cuanto son aptos para el consumo instantáneo e in situ. Los valores son atributos de experiencias momentáneas. Y tal es el caso de la belleza. Y la vida es una sucesión de experiencias momentáneas”.
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