El Papa Francisco en un viaje a Sudamérica decía que “todos los hijos, aunque cada uno tenga su propia índole, son igual de queridos. En cambio, el niño, cuando se niega a compartir lo que recibe gratuitamente de ellos, de los padres, rompe esta relación o entra en crisis, fenómeno más común. Las primeras reacciones, que a veces suelen ser anteriores a la autoconciencia de la madre, empiezan cuando la madre está embarazada. El chico empieza con actitudes raras, empieza a querer romper, porque su psiquis le prende el semáforo rojo, cuidado que hay competencia, cuidado que ya no sois el único. Curioso. El amor de los padres lo ayuda a salir de su egoísmo para que aprenda a convivir con el que viene y con los demás, que aprenda a ceder, para abrirse al otro. A mí me gusta preguntarle a los chicos: “Si tienes dos caramelos y viene un amigo, ¿qué haces?” Generalmente, me dicen: “Le doy uno”. Generalmente. “Y si tienes un caramelo y viene tu amigo, ¿qué haces?” Ahí dudan. Y van desde el “se lo doy”, “lo partimos”, al “me lo meto en el bolsillo”. Ese chico que aprende a abrirse al otro. En el ámbito social, esto supone asumir que la gratuidad no es complemento sino requisito necesario para la justicia. La gratuidad es requisito necesario para la justicia. Lo que somos y tenemos nos ha sido confiado para ponerlo al servicio de los demás. Nuestra tarea consiste en que fructifique en obras de bien. Los bienes están destinados a todos, y aunque uno ostente su propiedad, que es lícito, pesa sobre ellos una hipoteca social. Siempre. Se supera así el concepto económico de justicia, basado en el principio de compraventa, con el concepto de justicia social, que defiende el derecho fundamental de la persona a una vida digna”.
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