A finales de 1932 más de una quinta parte de los empleados de Gran Bretaña eran parados que se veían obligados a vivir del subsidio de desempleo. Muchos de los parados de larga duración no tenían derecho a subsidio alguno y tenían que vivir de la beneficencia, que se cobraba sólo después de superar una “Prueba de Haberes”, tan estricta como odiosa, para valorar los ingresos de la persona. “La Prueba de Ingresos, cuenta el historiador Ian Kershaw, sólo podía tener como consecuencia hacer a los pobres más pobres, pues reducía el subsidio de desempleo concedido a un solo miembro de la familia, si los demás miembros estaban trabajando. Una familia de Blackburn, en la zona textil terriblemente deprimida de Lancashire, donde las fábricas de algodón habían despedido temporalmente a la mayor parte de sus empleados, subsistía en 1932 sólo con el subsidio de desempleo de uno solo de sus miembros. Cuando rechazó un empleo en Cornualles, a más de 400 kilómetros de distancia, el individuo en cuestión fue privado categóricamente del subsidio de paro, y de paso toda la familia se quedó sin la única fuente de ingresos de la que disponía. No es de extrañar que los recuerdos de la odiosa Prueba de Haberes arrojaran una ominosa sombra sobre la política social en Gran Bretaña durante todo el resto del siglo XX y aun después. Se trataba de una pobreza desgarradora, que destrozaba la vida familiar, dejando tras de sí la más absoluta desesperación.” A comienzos de 1936 George Orwell pasó una temporada en Wigan, en el noroeste de Inglaterra, para conocer de primera mano las condiciones de vida en un área industrial deprimida. Cuando abandonó Wigan unas semanas después “a través del monstruoso escenario de montones de escoria, chimeneas, chatarra acumulada, canales enlodados, senderos de barro mezclado con carbonilla surcados por huellas de chanclos”, divisó “el típico rostro exhausto de la chica de suburbio que tiene veinticinco años y representa cuarenta como consecuencia de los abortos y el trabajo pesado; en él se retrataba, durante los pocos segundos que pude verla, la expresión más desolada y desamparada que he visto en mi vida”.
George Orwell |
Un año o dos antes Orwell había decidido dar testimonio de la extrema pobreza de París. “Descubre uno lo que es pasar hambre. Con un poco de pan y margarina en el estómago, puede uno salir y mirar los escaparates de las tiendas… Descubre uno el aburrimiento que es inseparable de la pobreza; los momentos en los que al no tener nada que hacer y estando mal alimentado, no puede uno interesarse por nada". En 1932, de los desempleados alemanes sólo el 15% percibía el subsidio completo. Otro 25% cobraba ayudas de emergencia, un 40% dependía de la beneficencia y el 20% restante no cobraba nada. “Toda la nación está sumida en la miseria; la intervención oficial es inútil; la gente vive en un verdadero infierno de mezquindad, opresión y enfermedad”. Así es como describía un observador, que viajó por algunas zonas marcadas por su extrema pobreza.
Los efectos de la pobreza sobre la vida familiar eran a menudo desastrosos, como ponía de manifiesto un informe sobre las condiciones reinantes en Polonia, dice Kershaw. “El hacinamiento de varias personas en una sola habitación en la que pronto no quedan muebles suficientes para que puedan sentarse o acostarse, y en la que cada vez hay menos comida que repartir, y el ambiente se vuelve más y más desesperado y deprimente… todo esto no puede más que conducir a constantes peleas… la disolución de la vida familiar se ve acelerada y queda abierto el camino a una vida de vagabundeo y prostitución”. Un indicador extremo de la miseria reinante en Polonia fue el notable aumento de los suicidios provocado por el desempleo.
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