La conquista romana de Hispania comenzó en el 218 a.C., con el desembarco romano en la helenizada Ampurias, para darse por acabada con las llamadas Guerras Cántabras (29-19 a.C.). La conquista y romanización de la Península Ibérica fue un proceso que duró siete siglos e influyó definitivamente en la historia hispana. Los españoles empezaron a pensar que formaban una sola nación con idénticos problemas y aspiraciones cuando se lo dijeron sus nuevos dueños. Entraron en el mundo romano compartiendo todas sus ventajas y todas sus miserias. Aprovechaban las nuevas carreteras, las nuevas organizaciones administrativas, mejor estado de cosas, la civilización… También entraban en todas sus guerras civiles y luchaban con Sertorio contra Sila, con Julio César contra Pompeyo y sus hijos. España, al hacerse romana, en realidad lo que se hace es a sí misma. Roma permitía a los nativos conocerse, verse, hablarse. Como si en una habitación grande y oscura entrase, de pronto, la luz. Esa luz simbólica son los caminos que unen provincias, puentes que superan ríos… La ciudad que hasta entonces no existía, la ciudad que es símbolo de convivencia, con sus teatros, sus termas o piscinas, sus bibliotecas, empieza a florecer en el país. Roma es lo que crea un sentido nacional.
Escribe Díaz-Plaja que la razón de esa general aceptación del yugo de Roma es que éste no venía a remplazar a un régimen aceptado por la mayoría de los españoles. Venía a llenar un vacío nacional. No cambiaba un gobierno central; lo inventaba. No deshacía una organización; la creaba. Sustituía dialectos locales, con los cuales no podían entenderse los indígenas unos kilómetros más allá de donde vivían, con un idioma, llamado latín, que les permitía comprenderse de mar a mar, y aun ser capaces de saber lo que escribían en esa mítica ciudad, creadora de tanta fuerza y cultura, que se llamaba Roma.
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