En las invasiones barbaras la cultura romana se impuso a sus vencedores por la Iglesia, por la lengua, por la superioridad de las instituciones y del derecho. En medio de las luchas, de la inseguridad, de la miseria y de la anarquía que acompañaron a las invasiones, es cierto que esa civilización se fue degradando, pero en esta degradación conserva una fisionomía aún netamente romana. Los germanos no pudieron y además no quisieron prescindir de ella. La barbarizaron, pero no la germanizaron conscientemente, manifiesta el historiador belga Henri Pirenne.
Para Henri Pirenne la supuesta repulsa de las ciudades por parte de los bárbaros es una fábula convenientemente desmentida por la realidad. Si en las fronteras extremas del Imperio fueron saqueadas, incendiadas y destruidas algunas ciudades, es incuestionable que la inmensa mayoría de ellas sobrevivió. Una estadística de las ciudades existentes hoy en Francia, en Italia e incluso en las riberas del Rhin y del Danubio, evidenciaría que, en su mayoría, se levantan en el lugar donde estaban situadas las ciudades romanas y que su nombre por lo general no es sino una transformación del nombre de éstas. Se sabe que la Iglesia calcó sus circunscripciones religiosas de las circunscripciones administrativas del Imperio. Por regla general, cada diócesis correspondía a una civitas. Resulta, pues, que la organización eclesiástica, al no sufrir casi ninguna alteración en la época de las invasiones, conservó su carácter municipal en los nuevos reinos fundados por los conquistadores germánicos, lo cual es de tal manera cierto que, a partir del siglo VI, la palabra civitas adquiere el sentido especial de ciudad episcopal, de centro diocesano. Al sobrevivir al Imperio en el que se había fundado, la Iglesia contribuyó ampliamente a salvaguardar la existencia de las ciudades romanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario