Lo que más caracteriza al infierno es un abandono, una soledad que no se pueden imaginar. Solemos pensar, y es cierto, que en el infierno están aquellas personas que han muerto en pecado mortal, dice Leo Trese, pero sería más exacto decir que están quienes han rechazado el amor de Dios, pues el pecado mortal es precisamente eso. Irremediablemente apartados de Dios por tal rechazo, los pecadores no podrán gozar jamás de la presencia de Dios.
Ahora bien, apartarse de Él es también separarse de todas las almas creadas por Él, por lo que el condenado se encuentra en una vasta y vacía soledad, tan absoluta, que la soledad de algunos en la tierra es sólo un juego de palabras. Aquí, todavía podemos acompañarnos a nosotros mismos. Buena prueba de ello es que, cuando nos relacionamos mucho con otras personas, anhelamos quedarnos solos para estar tranquilos y pensar en nosotros, entre otras cosas, porque todavía nos amamos. En el infierno, sin embargo, la ausencia de amor es total; no podemos amar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Aún peor, nos odiamos, nos detestamos. Hemos rechazado a Dios y, con Él, todo cuanto existe. Tal es el supremo horror del abandono y la soledad del infierno. Por si no bastara con habernos condenado a una existencia eterna en soledad, tenemos que coexistir con nosotros mismos, odiándonos con un odio salvaje y atroz. Para un alma en el infierno, la aniquilación total sería mil veces preferible. Si pudiera, se haría pedazos. Su eterno lamento, si se pudiese oír, sería algo así: “¡Odio a Dios! ¡Detesto a todo el mundo!... Pero eso no es nada en comparación con lo que me odio a mí mismo…”. El infierno es un lugar de gran abandono y soledad.
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