Benedicto XVI recuerda qué Europa no es el islam, qué la constituye (Grecia, Jerusalén, Jesucristo, Roma, Edad Media y algunas contribuciones de la era moderna). Sobre el islam, su punto de vista es que aferrarse a determinadas tradiciones religiosas produce fanatismo político y militar y que la instrumentalización de las energías religiosas en función de la política es algo muy cercano a la traducción islámica.
Liberalismo y marxismo coincidían en negar a la religión tanto el derecho como la capacidad de plasmar la Res publica y el futuro común de la humanidad. En el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, la religión fue redescubierta como una fuerza inalienable de la vida individual y social, y se puso en evidencia, según Benedicto XVI, que el futuro del ser humano no puede ser planeado ni construido a espaldas de ella. Lo anterior no implica involucrar a la religión en las contiendas políticas y en las discusiones ideológicas. Hay que evitar a su vez que la pérdida de una ideología que antes sustentaba la vida, como el marxismo, desemboque en el nihilismo. El relativismo desarrolla una creciente inclinación al nihilismo.
La acción política bajo el signo del mito del progreso desconoce la libertad del hombre, llamada a decidir en cada generación, y la sustituye por supuestas leyes naturales de la historia. Esta concepción, según Ratzinger, es contraria a la libertad en su punto de partida e implica a la vez un carácter antimoral. La moral se sustituye por la mecánica, y con ello se niega el fundamento auténtico de una política humanamente digna.
Para Europa, el peligro no es la economía, sino el desprecio al ser humano por subordinar la moral a las necesidades del sistema y a las promesas de futuro. La verdadera catástrofe no es de naturaleza monetaria; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral. El problema del viejo continente, para Ratzinger, tiene que ver con la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del universo; en segundo lugar, con la supresión de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición.
Sobre el futuro de Europa, una de las grandes pegas, para Ratzinger, se halla en la línea política iniciada últimamente por sus dirigentes. Se ha esfumado el entusiasmo inicial, tras la Segunda Guerra Mundial, por el retorno a las grandes constantes de la herencia europea. La unión se lleva a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de la comunidad. Sin embargo, la verdadera garantía de la libertad y de la grandeza del ser humano es la existencia de valores no manipulables, la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política.Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación crítica y humilde de sí misma, de su herencia. La tolerancia y el multiculturalismo no presuponen la huida de lo propio. Al contrario, ni siquiera el multiculturalismo y la tolerancia pueden existir sin constantes comunes y sin respeto a lo sagrado.
Liberalismo y marxismo coincidían en negar a la religión tanto el derecho como la capacidad de plasmar la Res publica y el futuro común de la humanidad. En el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, la religión fue redescubierta como una fuerza inalienable de la vida individual y social, y se puso en evidencia, según Benedicto XVI, que el futuro del ser humano no puede ser planeado ni construido a espaldas de ella. Lo anterior no implica involucrar a la religión en las contiendas políticas y en las discusiones ideológicas. Hay que evitar a su vez que la pérdida de una ideología que antes sustentaba la vida, como el marxismo, desemboque en el nihilismo. El relativismo desarrolla una creciente inclinación al nihilismo.
La acción política bajo el signo del mito del progreso desconoce la libertad del hombre, llamada a decidir en cada generación, y la sustituye por supuestas leyes naturales de la historia. Esta concepción, según Ratzinger, es contraria a la libertad en su punto de partida e implica a la vez un carácter antimoral. La moral se sustituye por la mecánica, y con ello se niega el fundamento auténtico de una política humanamente digna.
Para Europa, el peligro no es la economía, sino el desprecio al ser humano por subordinar la moral a las necesidades del sistema y a las promesas de futuro. La verdadera catástrofe no es de naturaleza monetaria; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral. El problema del viejo continente, para Ratzinger, tiene que ver con la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del universo; en segundo lugar, con la supresión de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición.
Sobre el futuro de Europa, una de las grandes pegas, para Ratzinger, se halla en la línea política iniciada últimamente por sus dirigentes. Se ha esfumado el entusiasmo inicial, tras la Segunda Guerra Mundial, por el retorno a las grandes constantes de la herencia europea. La unión se lleva a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de la comunidad. Sin embargo, la verdadera garantía de la libertad y de la grandeza del ser humano es la existencia de valores no manipulables, la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política.Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación crítica y humilde de sí misma, de su herencia. La tolerancia y el multiculturalismo no presuponen la huida de lo propio. Al contrario, ni siquiera el multiculturalismo y la tolerancia pueden existir sin constantes comunes y sin respeto a lo sagrado.
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