La figura de Constantino resulta trascendental en la historia occidental por las consecuencias que tuvo su conversión al cristianismo, herramienta unificadora que contrarrestaba las tendencias disgregadoras del imperio. A través del Edicto de Milán, Constantino acabó con el culto estatal pagano en Roma y decretó el fin de las persecuciones contra los cristianos, a los que se les devolvió los bienes expropiados. No llegó a convertir el cristianismo en religión oficial del Estado, pero concedió importantes privilegios y donaciones a la Iglesia, financió la construcción de grandes templos y dio preferencia a los cristianos a la hora de seleccionar a sus colaboradores. Temeroso de que las disputas teológicas rompieran la unidad que representaba la religión cristiana, apoyó a la jerarquía eclesiástica para combatir las numerosas herejías de la época. En este contexto, convocó y presidió el Concilio de Nicea que tuvo lugar entre el 20 de mayo y el 19 de junio de 325 en el que se condenó el arrianismo. Constantino reconstruyó y amplió la ciudad griega de Bizancio, a la que llamó Constantinopla y convirtió en capital cristiana del imperio, en sustitución de Roma, con lo que desplazó el centro político del imperio hacia el Este. En el terreno económico, Constantino intentó poner freno a la grave crisis que arrastraba el imperio desde el siglo anterior, reformando el sistema monetario, que basó enteramente en el oro. Decretó el carácter hereditario de los oficios y completó el proceso de vinculación de los colonos a la tierra que cultivaban, poniendo así las bases de la institución medieval de la servidumbre. Bajo el imperio de Constantino se dieron pasos decisivos hacia la configuración de la Edad Media europea.
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