Cuenta el historiador británico Ian Kershaw que el Duce era idolatrado en todas partes por muchos que eran silenciosamente críticos con muchas cosas del fascismo y detestaban a los jerarcas locales y funcionarios del partido, arrogantes y a menudo corruptos, aunque ni él se libró de la creciente apatía política y de la desilusión con el fascismo de finales de los años treinta. Lo que en la práctica equivalía a una divinización de Mussolini en amplios sectores de la población podía parecer la transmutación de una forma ingenua de fe religiosa popular. “Cuando miras a tu alrededor y no sabes ya a quién recurrir, recuerdas que Él está ahí. ¿Quién, si no Él, puede ayudarte?”, salmodiaba el principal periódico del país, Il Corriere della Sera, en 1936, hablando no de Dios, sino de Mussolini. El artículo preguntaba cuándo debía escribir la gente al Duce, y respondía: “Prácticamente en cualquier ocasión, en algún momento difícil de vuestra vida”. “El Duce sabe que cuando le escribís, lo hacéis movidos por un dolor verdadero o por una necesidad real. Es el confidente de todos y, en la medida en que pueda, ayudará a todos”. Muchos italianos se lo creían. Cada día le mandaban cartas cerca de 1.500 ciudadanos: “Me dirijo a usted que lo hace todo y todo lo puede”. “Para nosotros, los italianos, es usted nuestro Dios en la tierra, así que recurrimos a usted con fe y seguros de ser escuchados”. “Duce, le venero como se venera a los santos”. He aquí algunos de los efusivos desahogos de los campesinos de una provincia que en otro tiempo había sido feudo de los socialistas.
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