Roosevelt y Churchill eran distintos. “El presidente estadounidense tenía una fe tan inquebrantable en el poder de Estados Unidos que raras veces interfirió ni en lo relativo a los nombramientos ni en la planificación operativa. Una vez que los jefes militares estadounidenses, conmocionados, se vieron inducidos a entrar en la guerra, Roosevelt depositó una enorme fe en que Arnold (fuerza aérea), King (marina) y, sobre todo, Marshall (ejército de tierra) harían lo correcto, con su propio hombre de confianza, el almirante Leahy, actuando como jefe nominal del Estado Mayor Conjunto. La marina siempre ocupó un lugar especial en los sentimientos de Roosevelt, y su nombramiento de Ben Moreell para dirigir a los nuevos Seabees fue un golpe brillante. Pero, por lo demás, no parece que el presidente estadounidense desempeñara un papel activo o interfiriera en los nombramientos del cuerpo. Habría sido temperamentalmente imposible para el primer ministro británico ejercer aquel tipo de planteamiento de no intervención; el papel de sus cartas personales llevaba como encabezado el célebre eslogan de «¡Acción hoy!», y costó mucho esfuerzo (incluida, finalmente, la intervención del rey) lograr que el Día D no se presentara en persona en las playas de Normandía. A veces llevó a Alanbrooke y a otros jefes británicos al borde de la desesperación y la dimisión, y ciertamente reemplazó a muchos generales en su búsqueda de un liderazgo eficaz en el frente de batalla. Aun así, hasta el malhumorado Alanbrooke admitiría con frecuencia que la imaginación, el impulso y la retórica del primer ministro eran indispensables en el esfuerzo bélico. Hubo otro ámbito de este conflicto mundial en el que el entusiasmo y el aliento de Churchill fueron inestimables, a la hora de reconocer el talento, la iniciativa y, con franqueza, la heterodoxia de las personas, y de darles la posibilidad de demostrar su valía”, escribe el historiador británico Paul Kennedy.
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