“No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones” (Sal 71,9). Es el clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio.
Los ancianos ayudan a percibir la continuidad de las generaciones, con “el carisma de servir de puente”. Muchas veces son los abuelos quienes aseguran la transmisión de los grandes valores a sus nietos, y muchas personas pueden reconocer que deben precisamente a sus abuelos la iniciación a la vida cristiana. Sus palabras, sus caricias o su sola presencia, ayudan a los niños a reconocer que la historia no comienza con ellos, que son herederos de un viejo camino y que es necesario respetar el trasfondo que nos antecede. Quienes rompen lazos con la historia tendrán dificultades para tejer relaciones estables y para reconocer que no son los dueños de la realidad.
Una familia que no respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria viva, es una familia desintegrada; pero una familia que recuerda es una familia con porvenir. Por lo tanto, “en una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la muerte”, ya que “se arranca de sus propias raíces”.
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