En la década de 1.920, con la aparición de la publicidad moderna, el termino “consumir” perdió sus connotaciones negativas y pasó a expresar una aspiración social. La industria publicitaria reorientó la psique popular y acabó con la muy antigua tradición de la moderación en favor de una cultura nueva que celebraba el derroche y despreciaba el ahorro. Consumir se convirtió en una señal de éxito, en el ideal de lo que significaba ser moderno.
Hoy en día los que trabajan en la industria publicitaria empiezan a preocuparse porque ven que millones de ciudadanos dejan de ser consumidores pasivos y se convierten en prosumidores de información, conocimiento, entretenimiento, energía y, muy pronto, de productos impresos en 3D.
Estas mismas personas, que ya empiezan a ser multitud, minimizan sus compras en el mercado porque comparten las cosas que ya poseen en una economía basada en colaborar y compartir. Prefieren el acceso antes que la propiedad y usan cualquier cosa, desde automóviles a artículos deportivos, de una manera puntual, cuando lo necesitan.
La mayor parte de esta actividad se lleva a cabo en el procomún abierto de Internet donde el coste marginal de intercambiar información es casi nulo. Los jóvenes se desligan sin hacer ruido del mercado capitalista tradicional en un movimiento que crece a un ritmo exponencial y de una manera que parece irreversible. Esto significa que el mercado de consumo al que sirve la publicidad se va reduciendo. Y puesto que la economía social del procomún es distribuida, colaborativa y entre iguales, las decisiones económicas están menos determinadas por las campañas publicitarias que por las recomendaciones, las revisiones y los “me gusta” o “no me gusta” de los seguidores de Facebook, Twitter, YouTube y centenares de otras redes sociales.
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