Estamos en el mes Mayo; mes de las Primeras Comuniones. Quiero contar un fragmento del libro “El hijo de Noé” de Éric-Emmanuel Schmitt. A mi me gustó cuando lo leí.
“Eran imágenes de una mujer, siempre la misma, aunque sus rasgos, su peinado y el color de sus ojos y de sus cabellos cambiaran. ¿En qué se reconocía que se trataba de la misma mujer? En la luminosidad de su frente, en la pureza de su mirada, en la palidez increíble de su tez, que se teñía de rosa en las mejillas, en la sencillez de las largas túnicas con pliegues que vestía, en las que aparecía digna, deslumbrante, soberana. —¿Quién es? —La Virgen María. La madre de
Jesús. La esposa de Dios. Sin duda, era de esencia divina. La irradiaba. Por contagio, hasta la cartulina ya no parecía cartón, sino merengue, de un blanco cegador, como de huevos batidos a punto de nieve, con motivos estampados en hueco y en relieve que añadían su encaje a los delicados azules y a los etéreos rosas, con tonos pastel más vaporosos que las nubes acariciadas por el alba. —¿Tú crees que es oro? —Por supuesto. Yo pasaba y volvía a pasar mi dedo por el tocado precioso que rodeaba el apacible rostro. Rozaba el oro. Acariciaba el velo de María. Y la Madre de Dios me dejaba hacer. Sin que me diera cuenta, los ojos se me llenaron de lágrimas y me dejé caer al suelo. Rudy también. Llorábamos los dos suavemente, con nuestras estampas de comunión sobre el corazón. Cada uno de nosotros pensaba en su madre. ¿Dónde estaría ahora? ¿Sentiría en ese momento la serenidad de María? ¿Tendría en su rostro el amor que habíamos visto mil veces inclinado sobre nosotros y que ahora encontrábamos en aquellas estampas, o más bien pena, angustia, desesperación? Me puse a canturrear la canción de cuna materna, elevándola al cielo a través del ramaje. Dos octavas por debajo, Rudy unió su ronca voz a la mía. Y fue así como nos encontró el padre Pons, dos niños canturreando una cancioncilla yiddish y llorando sobre unas ingenuas imágenes de María”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario