En 1.940 amplios sectores de la opinión pública de los países europeos compartían la convicción de que la democracia liberal había fracasado, y que sería deseable un futuro de estabilidad y orden bajo la égida alemana. Algunas sociedades, como la danesa o la luxemburguesa, podían sentirse orgullosas de la conducta de sus élites políticas, empezando por la monarquía, y de su oposición constante aunque no siempre estridente al invasor. Otras, como la francesa, la belga y en parte la holandesa y la noruega, preferían obviar la connivencia de buena parte de sus élites políticas, culturales y sociales con los ocupantes, los policías que habían ayudado a deportar judíos y los funcionarios civiles que habían colaborado. Un caso especial fue Finlandia. La opinión pública veneró como héroes a sus combatientes caídos en la lucha contra la URSS en la eufemísticamente denominada “guerra de continuación” de 1.941-1.944. Luchaban por la recuperación del terreno cedido a los invasores soviéticos en 1.939-1.940.
Francia, en particular, tuvo que cubrir con un velo de silencio la cooperación tácita de muchos ciudadanos con los ocupantes, la participación de la gendarmería francesa en la deportación de población judía al Este, y el hecho de que la idealizada Resistencia estaba integrada en su mayor parte por extranjeros refugiados (españoles republicanos, polacos inmigrantes etc).
Una curiosidad es que en la RDA, los comunistas alemanes apreciaron que las generaciones educadas por el nazismo mantenían el hábito de la disciplina y de la fidelidad a la dirigencia: bastaba con cambiar el sentido de las órdenes.
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