Churchill siempre ha creído en grandes Estados y civilizaciones bajo un orden casi jerárquico y, por ejemplo, jamás ha odiado a Alemania como tal. Alemania es un Estado grande e históricamente sagrado; los alemanes son una raza histórica grande y como tal ocupan una cantidad proporcional de espacio en el cuadro mundial de Churchill. Denunció a los prusianos en la primera Guerra Mundial y a los nazis en la segunda; a los alemanes, casi no, en absoluto. Siempre ha mantenido una visión resplandeciente de Francia y de su cultura, y ha abogado inalterablemente por la necesidad de la cooperación anglo-francesa. Siempre ha visto a los rusos como una maza informe y casi asiática más allá de los muros de la civilización europea. Su fe y su predilección por la democracia norteamericana son la base de su panorama político. Su visión en los asuntos exteriores ha sido siempre firmemente romántica. La lucha de los judíos por la autodeterminación en Palestina cautivó su imaginación exactamente en la misma forma que el risorgimento italiano cautivó a sus antepasados liberales.
Roosevelt, como personaje público, era un gobernante espontáneo, optimista, amante del placer que consternaba a sus ayudantes con el abandono alegre y aparentemente descuidado con que parecía deleitarse al seguir dos o más políticas totalmente incompatibles, y que los asombraba aún más con la rapidez y la facilidad con que lograba deshacerse de las preocupaciones del cargo durante los momentos más sombríos y peligrosos. Churchill también ama el placer, y tampoco carece de la alegría ni de la capacidad para manifestarse con efusión, todo ello aunado al hábito de cortar despreocupadamente los nudos gordianos en una forma que perturbaba a menudo a sus expertos. Pero no es un hombre frívolo. Su naturaleza posee una dimensión de profundidad (y una comprensión correspondiente de las posibilidades trágicas) que el genio despreocupado de Roosevelt pasaba por alto instintivamente. Roosevelt jugaba a la política con virtuosismo, y salió tanto de sus éxitos como de sus fracasos con soberbio estilo; parecía desempeñarse con una habilidad que no exigía esfuerzo alguno. Churchill conoce las tinieblas así como la luz. Como todos los habitantes, e incluso los visitantes transitorios, de los mundos interiores, manifiesta indicios de temporadas de angustiosa meditación y lenta recuperación. Roosevelt tal vez haya sido capaz de hablar de sudor y de sangre, pero cuando Churchill ofreció lágrimas a su pueblo, pronunció una palabra que quizá hubiera expresado Lincoln o Mazzini o Cromwell, mas no Roosevelt, por valiente, generoso y perceptivo que haya sido. Roosevelt fue un típico hijo del siglo XX y del Nuevo Mundo; mientras que Churchill, por todo su amor a la hora presente, su insaciable apetito de nuevos conocimientos, su apreciación de las posibilidades técnicas de nuestra época, y el inquieto vagar de su imaginación para pensar en la forma de aplicarlas con el mayor ingenio, no obstante su entusiasmo por el inglés básico y el llamado seductor que tanto perturbó a sus anfitriones en Moscú; no obstante todo esto, Churchill sigue siendo un europeo del siglo XIX. La diferencia es profunda, y explica mucha de la incompatibilidad entre el punto de vista de Churchill y el del Presidente de los Estados Unidos, a quien admiraba tanto y cuyo gran cargo le imponía respeto. Jamás desearon lastimarse; quizás hayan girado instrucciones contradictorias, pero nunca discutieron por insignificancias; cuando transigieron, como sucedió a menudo, lo hicieron sin ningún sentimiento de amargura ni derrota, sino en respuesta a las exigencias de la historia o a las tradiciones y a la personalidad del otro. Las declaraciones públicas de Roosevelt difieren enormemente de las dramáticas obras maestras de Churchill, pero no son incompatibles con su espíritu ni con su esencia.
Referencia: Impresiones personales de Isaiah Berlin
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