La muerte de un ser querido provoca en quien lo ama la pérdida del sentido del mundo entero y de la propia existencia. San Agustín en sus Confesiones expresa este sentimiento de pérdida de forma sublime. Veinte años después de sucedido el hecho, el santo de Hipona recuerda el profundo impacto que le produjo la muerte del que, durante una etapa de su juventud, fuera su mejor amigo, "el amicus dulcissimus": "¡Qué terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había compartido con él se me volvía sin él en cruelísimo suplicio. Lo buscaba por todas partes y no aparecía; y llegué a odiar todas las cosas, porque no podían decirme como antes, cuando venía después de una ausencia, he aquí que ya viene. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón. Me maravillaba que la gente siguiera viviendo, muerto aquél a quien yo había amado como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún que, muerto él, siguiera yo viviendo, que era otro él. Bien dijo el poeta Horacio de su amigo que era la "mitad de su alma", porque yo sentí también, como Ovidio, que "mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos"; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte, para que no muriera del todo aquél a quien yo tanto amaba”.
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