El atractivo de una muerte gloriosa y cargada de sentido era especialmente fuerte en los casos en que la opresión estatal y las privaciones económicas frustraban los placeres y alicientes de la vida. Desde Irak hasta Marruecos, los gobiernos árabes habían asfixiado la libertad y habían fracasado claramente a la hora de crear riqueza en un momento en que la democracia y los ingresos personales se disparaban en prácticamente todas las demás zonas del planeta. Arabia Saudí, el más rico de todos, era un país tan claramente improductivo que la extraordinaria abundancia de petróleo no había logrado generar ninguna otra fuente significativa de ingresos; de hecho, si se restaban los ingresos procedentes del petróleo de los países del Golfo, quedaba un balance de doscientos sesenta millones de árabes que exportaban menos que los cinco millones de finlandeses. El radicalismo normalmente prospera cuando existe un desajuste entre unas expectativas crecientes y unas oportunidades en declive. Esto es en particular válido en lugares con una población joven, inactiva y aburrida, donde el arte se empobrece y el entretenimiento (las películas, el teatro, la música) está bajo control o no existe en absoluto, y donde se mantiene apartados a los muchachos de la confortante y socializadora presencia de las mujeres. El analfabetismo adulto seguía siendo habitual en muchos países árabes y la tasa de desempleo era una de las más elevadas de los países en vías de desarrollo. La ira, el resentimiento y la humillación incitaban a los jóvenes árabes a buscar soluciones drásticas. El martirio constituía para aquellos jóvenes una alternativa ideal a una vida con tan escasos alicientes. La posibilidad de una muerte gloriosa atraía al pecador, que sería perdonado, según se decía, en cuanto su sangre comenzara a brotar e incluso vería el lugar que ocuparía en el paraíso antes de morir. Setenta miembros de su familia podrían salvarse de las llamas del infierno gracias a su sacrificio. El mártir que sea pobre será coronado en el cielo con una joya más valiosa que la propia tierra. Y para aquellos jóvenes que procedían de culturas en las que las mujeres estaban encerradas y resultaban inalcanzables para los que carecían de porvenir, el martirio ofrecía los placeres conyugales de setenta y dos vírgenes: “las huríes de ojos oscuros, puras como perlas ocultas”, como las describe el Corán. Aguardaban al mártir con banquetes de carne y fruta y copas del más puro de los vinos.
Aunque obedecían a diferentes motivaciones, compartían la creencia de que el islam, puro y primitivo, sin influencias de la modernidad y no condicionado por la política, sanaría las heridas que el socialismo o el nacionalismo árabe no habían logrado curar. Estaban furiosos, pero no podían hacer nada en sus propios países. No se consideraban a sí mismos terroristas, sino revolucionarios que, al igual que todos los hombres de estas características a lo largo de la historia, se habían visto obligados a actuar por la simple necesidad humana de justicia. Algunos habían sufrido una brutal represión; a otros simplemente les atraían el caos y la sangre. Desde sus inicios, en al-Qaeda había reformistas y había nihilistas. La dinámica entre ellos era irreconciliable y autodestructiva, pero los hechos se sucedían con tanta rapidez que era casi imposible distinguir a los filósofos de los sociópatas.
Referencia: La torre elevada de Lawrence Wright
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