Si la ciudadanía consiste en participar en lo público, no cabe duda de que tal posibilidad queda tan limitada como consecuencia de la representación que los ciudadanos se ven reducidos a un remedo de sí mismos, a unos verdaderos idiotas en el sentido griego del término. La representación sería la culpable del eclipse de la ciudadanía democrática en nuestros sistemas. La representación es un fallo democrático (inevitable, pero fallo, al fin y al cabo), denunciar a los representantes como miembros de una casta separada y diversa de la gente corriente (el pueblo) a la que es fácil, dadas sus manifiestas lacras e insuficiencias, hacer responsable del mal funcionamiento del sistema democrático, escribe José María Ruiz Soroa, profesor titular jubilado en la Universidad del Pais Vasco.
La decisión a través de representantes periódicamente electos mantiene siempre abiertas las cuestiones políticas. Ninguna decisión, dice Ruiz Soroa es definitiva, porque todas pueden ser revisadas en el futuro por una nueva mayoría o un nuevo Gobierno. En la democracia representativa nadie es un perdedor para siempre, siempre hay otra vuelta. Esto hace que la democracia representativa moderna pueda instalarse en el tiempo de la larga duración, pueda adaptarse de continuo a la voluntad de las mayorías inestables sin necesidad de sufrir convulsiones perjudiciales periódicas.
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