En un ambiente tan optimista y confiado, con una mezcla de culturas sin precedentes, surgiera el símbolo visible de un nuevo orden mundial; el nuevo complejo de las Naciones Unidas que domina al East River. La ONU era la expresión máxima del internacionalismo legado por la guerra, y sin embargo la propia ciudad encarnaba los sueños de armonía universal mucho mejor que ninguna idea o institución. El mundo entero acudía a Nueva York porque allí estaban el poder, el dinero y una energía cultural transformadora.
La opresión política y económica formaba parte del pasado de muchos neoyorquinos, posiblemente de la mayoría, y la ciudad les había ofrecido asilo, un lugar en el que ganarse la vida, fundar una familia y comenzar de nuevo. Por eso la emoción que inundaba la exuberante ciudad era el optimismo. Al mismo tiempo, Nueva York era miserable, superpoblada, crispada, competitiva y frívola, una ciudad sembrada de carteles en los que se leía “Completo”. Los alcohólicos roncaban en las puertas de los edificios bloqueando la entrada. Proxenetas y carteristas merodeaban por las plazas del centro de la ciudad bajo las espectrales luces de neón de los teatros de variedades. Bandas de rabiosos delincuentes vagabundeaban como perros salvajes por los barrios marginales.
En las reuniones sociales abundaban las charlas superficiales. La gente llenaba los museos y las salas de conciertos, pero no acudían allí para ver y oír, sino más bien impulsados por una desaforada y narcisista necesidad de ser vistos y oídos.
Referencia: The Looming Tower de Lawrence Wright
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