La respuesta cristiana (al menos si uno cree) seguramente sea la que despliega mejores “efectos prácticos” de todas. Si no se excluye el amor, ni tan siquiera el apego hacia el cúmulo de aquello que de divino tiene lo humano (y no se excluye, como hemos podido comprobar en san Agustín y Pascal), si los seres concretos, no ya el prójimo, sino quienes nos son cercanos, son parte integrante de lo divino en la medida en que son salvados por Dios y están llamados a una resurrección concreta y personal, la doctrina cristiana referente a la salvación es la única que nos permite no sólo superar el miedo a la muerte, sino incluso la muerte misma. Al actuar de forma personal (no anónima ni abstracta), parece proponer a los hombres la buena nueva de una victoria por fin real; el logro de la inmortalidad personal que nos ensalza por encima de nuestra condición de mortales, escribe el filósofo francés Luc Ferry.
Resurrección de Carlos Bersabé |
Y añade Ferry que si las promesas que me ha hecho Cristo, la Palabra encarnada que quienes nos han ofrecido testimonio fiable pudieron contemplar con sus propios ojos, son verdaderas; si la Providencia se hace cargo de mí como persona; si es así de humilde, mi inmortalidad será así de personal. Es, por tanto, la muerte misma y no sólo los temores que suscita en nosotros lo que, por fin, se vence. La inmortalidad ya no es esa realidad anónima y cósmica del estoicismo, sino una individual y consciente, la de la resurrección de las almas acompañadas de sus gloriosos cuerpos. Así, es la concepción del amor en Dios la que conferirá su sentido último a esta revolución llevada a cabo por el cristianismo a partir de los términos del pensamiento griego. Y es ese amor el que conforma el corazón de la nueva doctrina de salvación que demostrará ser al final “más fuerte que la muerte”.
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