La primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos estableció más tarde la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad para todas las religiones, pero esa misma Constitución no fue redactada para una colectividad sin Dios. Los ateos quedaban excluidos del proyecto americano como se echaría fuera del templo a los infieles. Así, la primera Toleration Act de 1649, que fomentaba la convivencia de todos los credos y sancionaba a quien usara un lenguaje políticamente incorrecto (llamar a alguien puritano, herético o cismático), castigaba a la vez con dureza a quien negara a Dios o se atreviera a blasfemar. En su primer año como primer vicepresidente norteamericano (1797), Adams ratificó que “nuestra Constitución está hecha sólo para una gente moral y religiosa… Es absolutamente inadecuada para el gobierno de otra clase de comunidad”. Y John Locke, que tanto influyó sobre el pensamiento de Jefferson, destacaba que “la exclusión de Dios, incluso en el pensamiento, lo disuelve todo…”. El poder de esta idea pervive en el alma nacional más allá de las marejadas de carácter laico que han emergido ocasionalmente. “Dios bendiga América” es la frase con la que bien a menudo se culminan las alocuciones de los líderes. Sin la presencia de Dios no hay Estados Unidos….Con frecuencia patente, los políticos, los ídolos, las celebridades en general caen en el desprestigio por causa de comportamientos sexuales que desaprobaría un párroco. En el entendimiento público,Estados Unidos es una nación religiosa, la República es religiosa en su médula. Ningún agnóstico hasta ahora ha podido aspirar a presidirla, escribe Vicente Verdú.
La intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial fue racionalizada como “una cruzada” contra el “mal” que representaba el nazismo. Y lo mismo sucedió en la guerra fría, prolongándose hasta los tiempos del presidente Reagan, que consideraba a la URSS como la morada del mal.
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