Se pueden dar argumentos racionales de la existencia de un Dios trascendental desde una comprensión puramente filosófica de los trascendentales, bondad, verdad, belleza, pero es mucho más difícil argumentar racionalmente contra nuestros propios prejuicios. El odio y la intolerancia, amargos frutos de la soberbia, son como la cárcel reduccionista en la que encerramos a nuestro propio intelecto, constreñido por nuestro ego.
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