Benedicto XV |
En su primera encíclica, Ad Beatissimi Apostolorum (1 de noviembre de 1914), dirigida a todos los seres humanos porque el papa es padre de todos, Benedicto XV señaló cuatro causas del desorden existente en la sociedad y que estaban en el origen de la Primera Guerra Mundial: “Ausencia de buena voluntad mutua en las relaciones humanas, desprecio de la autoridad, luchas injustas entre las diversas clases de ciudadanos y apetitos desordenados de los bienes perecederos”. Insistió en su tesis de que la autoridad humana pierde consistencia si se descuida la religión. Benedicto XV describía a la Iglesia como madre y guía que acompaña al hombre a lo largo de su vida tanto individual como colectiva, vida en la que la disciplina y el convencimiento religioso se convierten en la única garantía de un mundo moral y fraterno, fraternidad entorpecida y desviada por el nacionalismo exacerbado y por el racismo, que son netamente condenados. A lo largo de la guerra se apreció con claridad que las pretensiones de universalidad, superación de las contingencias nacionales y defensa de un ideal de fraternidad y armonía, propias de la Iglesia Católica, podían convertirse en pura ficción. Era la única sociedad verdaderamente universal, implantada sólidamente en casi todos los países en guerra, dirigida por hombres que, aparentemente, estaban por encima de las partes. La Iglesia se gobernaba desde una sede independiente y neutral.
No cabe duda de que una guerra de la amplitud y crueldad de la Primera Guerra Mundial constituyó un reto sin precedentes para los principios y las prácticas de la Santa Sede. Benedicto XV intentó por todos los medios poner su autoridad moral al servicio del restablecimiento de una paz justa, pero no sólo no se le escuchó, sino que se le malinterpretó y se le atacaba desde cada frente por no condenar las atrocidades de los otros y, también, porque sus palabras en favor de la paz enfriaban el ardor bélico de los pueblos.
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