En ciertos momentos de la historia, las culturas han dado por sentado que una persona no era totalmente tal hasta que aprendía a dominar sus pensamientos y sus sentimientos. En la China de Confucio, en la antigua Esparta, en la Roma republicana, en los primeros asentamientos de Nueva Inglaterra y entre las clases altas de la Inglaterra victoriana, las personas tenían la responsabilidad de mantener bien firmes las riendas de sus emociones. Cualquiera que se permitiese tener lástima de sí mismo, o quien dejase que el instinto dictase sus acciones en lugar de la razón, perdía el derecho de ser aceptado como miembro de la comunidad. En otros períodos históricos, como el que ahora estamos viviendo, la capacidad de controlarse a sí mismo no se tiene en tan alta estima. A las personas que lo intentan se las considera ridículas y estiradas.
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