Albino Luciani cuenta la historia de un general coreano que cuando llega ante San Pedro, le viene un deseo y lo expone: meter antes la nariz en la puerta del infierno sólo para hacerse una idea de aquel lugar de tristeza. “De acuerdo, concedido”, responde San Pedro. Se asomó entonces a la puerta del infierno y vio una sala inmensa, llena de largas mesas. Había en ellas muchas escudillas con arroz cocido, bien condimentado, aromático y apetitoso. Los comensales estaban sentados, hambrientos, dos para cada escudilla, uno enfrente del otro. ¿Y qué? Pues que para llevarse el arroz a la boca disponían, al estilo chino, de dos palillos, pero tan largos que, por muchos esfuerzos que hicieran, no llegaba ni un grano a la boca. Este era su suplicio, éste su infierno. “¡Me basta con lo que he visto!”, exclamó el general; regresó a la puerta del paraíso y entró. La misma sala, las mismas mesas, el mismo arroz, los mismos palillos largos. Pero esta vez los comensales estaban alegres, sonriendo y comiendo. ¿Por qué? Porque cada uno, tomando la comida con los palillos, la llevaba a la boca del compañero de enfrente y todo salía a la perfección. Pensar en los demás, en vez de en sí mismo, resolvía el problema, transformando el infierno en paraíso.
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