No se cambia sin renacer, no se renace sin morir. El signo externo más conocido es la pérdida del nombre, pues siempre se ha considerado que el nombre representa al individuo, y, si éste es distinto, su nombre debe ser asimismo diferente. Descubrimos esto en la Biblia, donde, después de haber consentido en el sacrificio, Abram se convierte en Abraham. Es otro hombre. Jacob se convierte en Israel después de su combate contra el ángel. El Papa, al ser entronizado, pierde su nombre de hombre y toma su nombre de Sumo Pontífice. Los novicios convertidos en hermanos reciben un nuevo nombre. Todo esto tiene un claro significado de abandono de la vieja personalidad y nacimiento de otra.
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