Mons. Gerhard L. Müller escribe que “en el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien…" (Gn 1, 1-4). Estas pocas líneas contienen la respuesta de la fe a la pregunta originaria del ser humano y de la humanidad: ¿de dónde vengo y por qué estoy en la Tierra? ¿Qué es el ser y qué es el hombre? La Sagrada Escritura, en sus primeras líneas, nos ha dado la primera respuesta válida hasta el día de hoy en la fe en Dios creador y consumador. Todo lo que existe ha sido llamado por Dios a la existencia. El ser fue fundado a partir de su amor y de su voluntad.
La fe cristiana en la creación introduce al ser humano en una relación especial con Dios. Le concede la libertad, e incluso lo llama a la libertad. Esta libertad, sin embargo, implica un deber y no significa por tanto darle la espalda a Dios. Quien, sin embargo, reconoce la libertad como don de Dios ve en ella las posibilidades de configurar y ejercer una influencia positiva sobre el mundo. La creación en sí misma es sacada al principio del caos y conducida a un orden y estructura más profundos, que sólo podrá percibir quien reconozca el fundamento auténtico de todo lo creado en el hecho de que mantiene una relación con Dios en cuanto origen y consumador de todo el ser. El caos del principio retrocede ante el orden bueno del Creador: “Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso” (Sb 11, 20).
La creación es un acto genuino de la autorrevelación de Dios, quien le ofrece un acceso a la misma al ser humano, al dotarle de la capacidad de la razón. El mundo creado no es un medio intercambiable al que Dios recurre arbitrariamente para revelarse. A través del ser del mundo que se trasluce en el acto de conocimiento, penetra Dios de forma irrefutable dentro de la realización racional del hombre. Donde quiera que el hombre, en su auto experiencia trascendental, se plantea la pregunta por el sentido y el fin del ser humano, encuentra a Dios como fundamento trascendente del ser y del conocimiento finitos. Y dado que Dios se revela en la experiencia que el hombre tiene de sí y del mundo como el origen libre del mundo y del hombre, del ser y del conocimientos finitos, como el misterio santo, hay que hablar aquí, en un sentido explícito, de autorrevelación de Dios. Este originario conocimiento de Dios como creador desborda ampliamente incluso la posibilidad del acceso filosófico a Dios como causa trascendente del universo, porque este encuentro originario con Dios significa ya de por sí un encuentro con Dios del que nace la salvación.
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