En la Edad Media, la cultura de la Europa occidental descansaba en el doble pilar de la razón y la religión. La fe era el elemento que informaba la conducta y la acción, mientras que la razón trataba de explicar los motivos que permitían asignar un sentido a la existencia de lo sobrenatural, siendo este un estado de cosas que impregnaba tanto las especulaciones de los eruditos y las políticas de las élites dominantes como el cotidiano desconcierto del pueblo llano frente al significado de la vida o los problemas derivados de la brega concreta con el mundo material, escribe Christopher Tyerman.
La suposición, dice Tyerman, de que la fe o la creencia sea la antítesis de la razón, y viceversa, es un embuste que alzó el vuelo durante la Ilustración y el proceso de demolición de la ciencia medieval (que dinamitó también, no lo olvidemos, la ciencia clásica). Sin embargo, en la era moderna no habría un solo presidente de Estados Unidos que pudiese aspirar a la Casa Blanca si se atreviera a expresar un escepticismo religioso de base racional similar al que mostró en su día el rey Amalarico de Jerusalén (que reinó entre los años 1163 y 1174), preocupado por la ausencia de toda prueba externa, no basada en las Escrituras, de la resurrección. Las dudas de Amalarico constituyen una indicación de que la fe medieval no era ni irreflexivamente pasiva ni hostil a la explicación racional. Del mismo modo, y a pesar de que sus premisas y su cosmovisión puedan diferir de los de otros filósofos posteriores, el método de Tomás de Aquino (fallecido en 1274) era tan racional como, por ejemplo, el de David Hume (fallecido en 1776), incluso al bregar con el problema de los milagros, como se ha argumentado recientemente.En la Edad Media no había nadie con dos dedos de frente que se imaginara que el mundo era plano; los intelectuales conocían con bastante precisión la circunferencia de la Tierra. Las interpretaciones literales de las Escrituras nunca monopolizaron la comprensión de la Biblia. El razonamiento lógico y empírico era un rasgo característico del mundo de la Edad Media central, tal como sucede en nuestros días. No se procedía de la misma manera ni se seguían procesos idénticos a los de ahora (un anacronismo que lastra buena parte de las ficciones y dramatizaciones históricas), pero no por ello deja de poderse reconocer que lo que se aplicaba era la racionalidad, en tanto que fórmula con la que intentar descubrir la verdad objetiva.
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