La Revolución Francesa había cambiado de manera fundamental la naturaleza de la soberanía de Europa. En los siglos XVII y XVIII, una causa principal, quizá incluso la causa principal de las guerras europeas, había sido las disputas dinásticas surgidas a la muerte de un determinado soberano, piénsese en la guerra de Sucesión española o en la guerra de Sucesión austríaca. Las cosas ya no serían así a partir de 1815. Pese a la insistencia de monarcas como Luis XVIII o Alejandro I en el derecho divino que los asistía para reinar, la base de la soberanía había pasado de manera perceptible de los individuos y las familias a las naciones y los estados. Antes de 1815, se consideraba que todos los tratados internacionales quedaban invalidados a la muerte del soberano, y para que no caducaran tenían que ser renovados de inmediato con la firma del nuevo monarca. A partir de 1815, esta norma dejaría de aplicarse. Tratados como los de 1814-1815 fueron concluidos entre estados, no entre monarcas individuales, y mantendrían su validez a menos que o hasta que una u otra parte los rompiera deliberadamente. El príncipe o gobernante se convirtió, de hecho, en el ejecutor de la soberanía nacional o estatal, garantizada por la conformidad internacional con la fuerza virtual de la ley. Por supuesto que también habría disputas sucesorias a lo largo del siglo XIX, en particular en España y Schleswig-Holstein, pero su fuerza se basó en gran medida en la explotación que de ellas hicieron los gobiernos estatales con fines nacionales, y por sí solas no tuvieron un verdadero impacto. Los casamientos dinásticos quedaron reducidos a meros símbolos de amistad entre las naciones. Análogamente, los ejércitos debían lealtad ahora al Estado, no a un soberano individual; el viejo sistema de ejércitos mercenarios y de soldados que vendían sus servicios al mejor postor, habitual en el siglo XVIII, había desaparecido para siempre. Los soberanos recién restaurados en el trono tendrían que adaptarse o morir. La década de 1820 demostraría que muchos de ellos no habían aprendido la lección, escribe Richard John Evans, historiador y profesor británico.
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