Para escuchar conviene callar. No solo obligarse a un silencio físico que no interrumpa el discurso ajeno (o que, si lo interrumpe, lo haga en función de una escucha posterior), sino también a un silencio interior, o sea, a una actitud dirigida a acoger la palabra ajena. Hay que imponer silencio al trajín del propio pensamiento, calmar el desasosiego del corazón, la agitación de las preocupaciones, eliminar toda clase de distracción.
La música se escucha plenamente cuando todo calla a nuestro alrededor y dentro de nosotros. La forma más perfecta de escucharla es con los ojos cerrados. Mirar la orquesta o al pianista, observar el sincronismo entre el agitarse del director, el ir y venir de los arcos y la curva de la melodía, entre el movimiento ritual del torso, el deslizarse de las manos por el teclado y la cascada de notas, intensifica la participación en el espectáculo, pero atenúa la magia de los sonidos, una magia que el órgano nos ofrece plenamente cuando llena la iglesia con su canto. Lo escuchamos sin ver cómo se produce el sonido. Sale de un seno oscuro y, en la inmóvil oscuridad de las bóvedas, nos envuelve como un sudario.
El silencio de la escucha llega a su culmen en la lectura, cuando la palabra misma se presenta en silencio sin perder nada de su vitalidad. Se trata del encuentro de una palabra sin sonido con un destinatario sin voz, en perfecta soledad. El lector es solitario, porque, mientras lee, crea con el libro una relación exclusiva.
Referencia: Tacet de Giovanni Pozzi
No hay comentarios:
Publicar un comentario