Jordi Pujol y Artur Mas |
David Jiménez, periodista y escritor, cuenta en su libro El director que Cataluña, cuyo Gobierno había lanzado una ofensiva en favor de la independencia que fracturaría la sociedad catalana y llevaría a España a su mayor crisis institucional en democracia. No tenía nada en contra de que uno quisiera emanciparse de lo que fuera, padres, jefes o incluso Estados, pero no podía comprender que los líderes nacionalistas catalanes pretendieran hacerlo en contra de la voluntad de al menos la mitad de sus ciudadanos, ignorando una Constitución que, con sus defectos, había dado al país un periodo de estabilidad sin precedentes. Los desafíos de la Generalitat eran cada vez más osados, espoleados por medios locales que hacían de cheerleaders tras haber sido bañados en subvenciones públicas. Pero ni siquiera cuando el parlamento catalán proclamó el inicio “del proceso de creación del Estado catalán independiente en forma de república” el presidente Rajoy pareció tomarse en serio lo que estaba pasando. Nuestro registrador de la propiedad tenía aversión a las decisiones difíciles y afrontaba los problemas con la confianza ciega de que se esfumarían si tan solo permanecía inmóvil el tiempo suficiente, hasta desesperar o aburrir a sus adversarios. No estaba funcionando en Cataluña y nuestros editoriales criticaban su falta de liderazgo.
Los políticos catalanes habían encontrado en el sentimentalismo patriótico una forma de ocultar años de mala gestión y corrupción endémica.
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