Lavelle dice que “el silencio está, a veces, tan cargado de significado que abole la palabra; no sólo porque la hace inútil, sino también porque al hablar se echaría a perder esta esencia demasiado frágil que lleva consigo el silencio que impide, por así decirlo, que se le toque. El silencio es un homenaje que el habla tributa al espíritu. De hecho, la palabra de Dios, a la que no falta nada y que es pura revelación, no se distingue del perfecto silencio”.
“El silencio místico honra a los dioses imitando su naturaleza”, dice Apolodoro de Atenas. Frente a la inmensidad de Dios, el creyente lleno de fervor no tiene más recurso que dejar que ascienda en él un “himno de silencio”, dice Gregorio de Nacianzo. “Cuando te mantienes en silencio, eres lo que era Dios antes de la naturaleza y la creación, y esa es la materia que utilizó para darles forma. Y entonces ves y oyes lo que Él veía y oía en ti antes de que tus propios querer, ver y oír hubiesen comenzado”, escribe Jacobo Boehme. “El amigo del silencio llega a estar muy cerca de Dios. Habla con Él en secreto, y recibe su luz”, piensa Juan Clímaco, monje del Sinaí del siglo I. Y André Neher, recordando la tradición judía, dice: “De la misma manera que el silencio constituye la forma más elocuente de la revelación, el instrumento más elocuente de la adoración es también el silencio. Al infinito corresponde, y responde, lo inefable, tema religioso que la Biblia fue primera en situar en lo más recóndito del alma
humana”. Y el propio Neher cita también el Salmo 62: “Mi alma vibra de silencio hacia Dios”, y el Salmo 65: “Sólo te conviene el silencio como forma de alabanza”. “La palabra traiciona, y sólo el silencio respeta este vínculo orgánico que sitúa a lo inefable frente al infinito”, concluye A. Neher. “Os exhorto a que tengáis los oídos de vuestro corazón atentos a esta voz interior; y a que os esforcéis en escuchar a Dios dentro de vosotros mismos, pues esta voz resuena en los lugares más desérticos, y penetra en los pliegues más íntimos del corazón. Esta voz se insinúa y no deja nunca de llamar a la puerta de cada uno de nosotros. Está hablando ahora, y tal vez no encuentra a nadie dispuesto a oírla”, escribe Bernardo de Claraval. El repliegue del fiel hacia su interior hace inútiles los balbuceos del lenguaje. San Juan de la Cruz afirma que “el Padre no ha dicho más que una Palabra: es su Verbo. La ha dicho eternamente y en un silencio eterno. El alma oye en el silencio”.
El sentimiento hace que Dios no necesite oídos para escuchar la oración de un fiel. Las peticiones que se dirigen a Dios o a los santos se realizan silenciosamente, en el fuero interno del devoto, con la convicción de que serán satisfechas. El silencio no es un fin en sí mismo, importa más su contenido; no significa nada si no traduce un acercamiento a Dios. En este sentido, la palabra equivale al silencio si uno y otro están impregnados de amor. “Hay un hombre que parece callarse, pero su corazón condena a los demás, este hombre, en realidad, está hablando sin cesar. Pero hay otro que habla desde la mañana hasta la noche y, sin embargo, guarda silencio; es decir, que no dice nada que no sea útil”, afirma Poemeno.
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