Puesto que la elección encierra responsabilidad, y algunos seres humanos las más de las veces, en tanto que otros seres humanos algunas veces, desean sacudirse esta carga, existe la tendencia a buscar excusas y pretextos. Por esta razón, los hombres se inclinan a atribuir demasiado a la acción inevitable de las leyes naturales o sociales; por ejemplo, a la actividad de la mente inconsciente, o de inalterables reflejos psicológicos, o de las leyes de la evolución social.
Cuando trato de justificar, ante otros o ante mí mismo, alguna acción indigna de mi parte, diciendo que algo (la situación política o militar, o mi emoción, o mi estado interior) había sido “demasiado para mí”, entonces, me estoy engañando a mí mismo, o a los demás, o a ambos. La acción es elección; elegir es el libre comprometerse con esta o aquella manera de obrar, de vivir, y así sucesivamente; las posibilidades nunca son menos de dos, hacer o no hacer; ser o no ser. Por consiguiente, atribuir la conducta a las leyes inmutables de la naturaleza es describir erróneamente la realidad. No es verdad desde el punto de vista de la experiencia, es verificablemente falso; y perpetrar tal falsificación, como la mayoría de los filósofos y de los hombres comunes ha hecho y hace constantemente, es optar por eludir la responsabilidad de la toma de decisiones o del no tomarlas, elegir negar que el seguir la corriente de una opinión aceptada y comportarse semimecánicamente, es en sí mismo una suerte de elección, una libre abdicación; y así es, porque siempre es posible, aunque a veces doloroso, preguntarme a mí mismo en qué creo realmente, qué quiero y aprecio, qué estoy haciendo, para qué estoy viviendo; y habiendo contestado tan bien como puedo hacerlo, seguir obrando de determinada manera, o modificar mi conducta.
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