Después de la muerte de su madre y de su hermana, Chateaubriand se reconcilia con la religión y, en 1802, vuelve a Francia, donde publica El genio del cristianismo. Este extenso ensayo apasionado, auténtico elogio de la fe cristiana, se aparta claramente del espíritu anticlerical de la Revolución francesa. Chateaubriand empieza a demostrar la existencia de Dios por la belleza del mundo y, con este objetivo, se entrega a una descripción a la vez poderosa y delicada de la naturaleza, impregnada de las emociones que suscita la contemplación. Esta obra marca la vuelta del sentimiento religioso a Francia, lo que en cierta medida autoriza la satisfacción de una necesidad de fe reprimida desde hace muchos años.
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