Ninguna nación es un universo moral en sí misma, sino que su comportamiento debe regirse por unos principios básicos acordados por todos los pueblos civilizados. Dicho de otro modo, el Estado no es moralmente autónomo. En los comienzos del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo presagió el advenimiento del Estado moderno en su breve libro El príncipe (1513). El Estado era para Maquiavelo una institución moralmente autónoma, cuya conducta, en aras de su propia conservación, no podía ser juzgada por parámetros externos. Fue esta visión la que negaron enfáticamente los grandes teólogos católicos de España. El Estado, en su opinión, podía ciertamente ser juzgado de acuerdo con unos principios externos, y no debía actuar sobre la base de la mera conveniencia o el beneficio si en el proceso se veían pisoteados los principios morales.
Escribe Thomas Woods que los teólogos españoles del siglo XVI sometieron la conducta de su propia civilización al escrutinio crítico y la encontraron deficiente. Propugnaron que en asuntos de derecho natural el resto de los pueblos del mundo eran sus iguales, y que la comunidad de los pueblos paganos merecía el mismo trato que las naciones de la Europa cristiana se otorgaban las unas a las otras. Es extraordinario que los sacerdotes católicos proporcionasen a la civilización occidental las herramientas filosóficas necesarias para acercarse a los pueblos no occidentales con un espíritu de igualdad.
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