La civilización grecorromana había encontrado, dentro de las formas de pensamiento de su cultura propia, la contestación definitiva a las necesidades de la humanidad; esto es lo que significa “Roma Eterna”. Pues aunque a primera vista pueda parecer que al confiar en los dioses romanos para la prosperidad, Roma acudía a algo que se encontraba fuera de ella misma, en realidad el ruego se hacía, como siempre se había hecho, con el fin de inducir a los dioses a favorecer lo que los mismos romanos intentaban. Lo que los cristianos critican del pensamiento pagano es que el paganismo considera que el hombre se basta a sí mismo, que el mundo puede explicarse a sí mismo. Su credo, por el contrario, afirma que si el hombre no invoca un principio que se encuentre fuera de él, no hallará la solución de sus problemas. Por tanto, ya no se trata de asegurar la buena voluntad de los dioses para lograr lo que el hombre desea, sino de cumplir la voluntad de Dios, por el solo hecho de ser Su voluntad, contradiciendo incluso lo que los hombres desearían para sí mismos. Éste es el conflicto en disputa, tal como lo veían los cristianos. Pero el que no se pudiera llegar a un acuerdo no significa que por eso se hubiera de despreciar la cultura, escribe el historiador Reginald Barrow.
Quizás, aunque no en los términos de San Agustín, pueda explicarse brevemente el conflicto de esta manera. Cuando Arquímedes elaboraba la teoría de la palanca, dijo que si tuviera un solo punto de apoyo fuera del mundo, podría moverlo. El cristianismo creía que el pensamiento grecorromano intentaba mover el mundo desde dentro y, naturalmente, había fracasado. Sólo el cristianismo ofrecía el principio desde fuera.
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